El calderero y su mujer vivían en una diminuta casucha próxima a la modesta finca de una de las brujas de la localidad. Desde su ventana, podían admirar el jardín de la bruja, que ésta cuidaba meticulosamente en un repugnante intento por imponer sobre la Naturaleza nuestras nociones humanas de orden.
La mujer del carderero estaba embarazada y, mientras observaba el jardín de la bruja, comenzó a experimentar un apetito irresistible por las lechugas que ésta cultivaba. Suplicó al caldererdo que saltara la valla y le trajera algunas, y su esposo terminó por ceder a sus deseos: al caer la noche, saltó la valla y se apropió de unas cuantas lechugas. Sin embargo, antes de que puediera regresar a su hogar, se vio sorprendido por la bruja.
Ahora bien, la bruja en cuestión era una persona de amabilidad sumamente limitada. (No pretendemos afirmar con ello que todas las brujas -ni siquiera algunas- lo sean, ni despojar a esta bruja en cuestión de su derecho a expresar su carácter natural, sea éste cual fuere. Antes bien, nos inclinamos por reconocer que dicho carácter se debía, sin duda, a numerosas circunstancias relacionadas con su educación y su entorno social que aquí, desgraciadamente, habremos de omitir por necesidades de espacio.)
Pero, como decíamos, la bruja era una persona de amabilidad notablemente limitada, por lo que el calderero experimentó un agudo temor cuando ella, asiéndole por el cuello, le preguntó:
- ¿Adónde vas con mis lechugas?
El calderero podría acaso haber discutido con ella los conceptos de la propiedad y haber argumentado que las lechugas <
- Ha sido culpa de mi mujer -gimió, de un modo característicamente machista-. Está embarazada y se ha encaprichado con sus espléndidas lechugas. Le ruego que me perdone la vida. Por más que el concepto de hogar regentado por un progenitor único resulta totalmente aceptable, le ruego que no me mate, pues con ello despojaría a mi retoño de una estructura familiar estable basada en el cuidado de ambos cónyuges.
La bruja caviló unos instantes y, a continuación, soltó al caldedero y desapareció sin pronunciar palabra. El hombre recogió sus lechugas y regresó a su hogar con enorme alivio. Pocos meses después, y tras terribles sufrimientos que los hobres nunca podrán apreciar debidamente, la mujer del caldedero dio a luz a una hermosísima y saludable mujer de corta edad, a la que llamaron Rapunzel como referencia a un conocido género de lechugas.
Poco después, la bruja se presentó en el umbral de su puerta exigiendo que le fuera entregada la recién nacida a cambio de haber perdonado la vida del calderero cuando éste se introdujo en su jardín. ¿Qué podían hacer? La situación vital de impotencia que padecían siempre les habñia dejado a merced de cualquier forma de explotación, y en aquel momento no vieron otra alternativa posible. Entregaron a Rapunzel a la bruja y ésta se alejó a toda prisa.
La bruja llevó a la pequeña al corazón del bosque y la encerró en una elevada torre de evidente representación simbólica. Allí creció Rapunzel hasta convertirse en una mujer adulta. La torre carecía de puertas o escaleras, y tan sólo tenía una ventana en su parte superior. El único modo de acceder a la ventana era trepando por la larga y voluminosa cabellera de Rapunzel (una vez más, el simbolismo de todo ello debería resultar obvio).
La bruja era la única visitante de Rapunzel. Solía detenerse al pie de la torre y gritar:
para que por ella ascienda, cual por dorada escalera.>>
Y Rapunzel, obedientemente, dejaba caer su trenza. De este modo, y durante años, permitió que se explotara su cuerpo para satisfacer las necesidades de desplazamiento de otra persona. Ala bruja le gustaba la música, y enseñó a Rapunzel a cantar. Juntas, pasaban largas horas cantando en la torre.
Pero un día, un príncipe pasó cerca de la torre y oyó el canto de Rapunzel. No obstante, al aproximarse a la fuente de aquel delicioso sonido avistó a la bruja y se ocultó entre los árboles junto con su equino acompañante. Desde su escondrijo, pudo ver cómo la bruja llamaba a Rapunzel, cómo ésta dejaba caer su trenza y cómo la bruja trepaba por ella. Y, nuevamente, llegó a sus oídos aquel canto hermosísimo. Finalmente, cuando la bruja abandonó la torre, el príncipe salió de los bosques y dijo:
para que por ella ascienda, cual por dorada escalera.>>
Inmediatamente, Rapunzel descolgó su trenza por la ventana y el príncipe trepó por ella.
Cuando el príncipe vio a Rapunzel, el atractivo físico de ésta -muy superior a la media- y sus cabellos largos y abundantes le llevaron a presumir (de un modo típicamente sexista) que su personalidad sería igualmente atrayente. (No pretendemos, con ello, sugerir que todos los príncipes juzguen a las personas únicamente por su aspecto, ni negarle a éste en particular su derecho a realizar tales presunciones. Remítase el lector a otras aclaraciones expresadas en párrafos anteriores.)
Y dijo el príncipe:
- ¡Oh, hermosa doncella! He oído vuestro canto mientras cabalgaba por las cercanías. Cantad de nuevo para mí, os lo ruego.
Rapunzel no sabía muy bien qué actitud adoptar ante aquella persona, ya que hasta entonces nunca había visto un hombre de cerca. Pensó que era una extraña criatura: de grandes dimensiones, rostro velludo y dotada de un poderoso olor acre. De algún modo inexplicable, Rapunzel se sintió extrañamente atraída por aquella mezcla y abrió la boca dispuesta a cantar.
- ¡Detente inmediatamente! -exclamó una voz procedente de la ventana.
¡La bruja había regresado!
-¿Cómo... cómo habeis podido subir? -inquirió Rapunzel.
- Ordené fabricar una segunda trenza para emplearla en caso de apuro -dijo la bruja con tono desenfadado-, y parece que tal es el caso. ¡Escúchame, príncipe! Construí esta torre para mantener a Rapunzel alejada de hombres como tú. Fui yo quien la enseñó a cantar y llevo años educando su voz. Se quedará aquí y no cantará para nadie más que para mí, ya que soy la única persona que realmente la ama.
-Podemos discutir vuestros problemas de interdependencia más tarde -dijo el príncipe-. Antes quisiera oír a... ¿Rapunzel, se llama?... Querría oír cantar a Rapunzel.
- ¡NO! -chilló la bruja-. ¡Voy a arrojarte por la ventana sobre las zarzas que crecen bajo ella y asi sus espinas te arrancarán los ojos y tendrás que vagar por la campiña maldiciendo tu mala suerte durante el resto de tus días!
- Quizá te interese reconsiderar esa decisión -dijo el príncipe-. Verás, tengo en la industria discográfica buenos amigos a los que quizá les interesaría oír a ¡Rapunzel, te llamabas? Tiene un estilo diferente...pegadizo, diría yo.
-¡Lo sabía! ¡Quieres apartarla de mí!
- No, no. Quiero que sigas adiestrándola, que la eduques... en calidad de representante -dijo el príncipe-. Luego, en su momento, digamos al cabo de una o dos semanas, prodrás revelar su talento al mundo y nos embolsaremos la pasta.
La bruja vaciló unos instantes mientras sopesaba la propuesta, y su actitud se apaciguó visiblemente. A continuación, el príncipe y ella comenzaron a discutir contratos discográficos y derechos de vídeo, así como posibles ideas de comercionalización, entre las que se incluían muñecas <
Mientras les observaba, Rapunzel veía transformarse sus sospechas en una sensación de repugnancia. Durante años, sus cabellos se habían visto explotados para satisfacer las necesidades de desplazamiento de terceros, y ahora querían explotar también sus dotes vocales. <
Rapunzel fue acercándose lentamente a la ventana sin ser vista y, una vez allí, se descolgó a lo largo de la segunda trenza hasta donde aguardaba el caballo del príncipe. A continuación, desenganchó la trenza y partió con ella al galope dejando que la bruja y el príncipe siguieran discutiendo sus derechos y porcentajes en el fálico torreón.
Rapunzel se dirigió a la ciudad y alquiló una habitación en un edificio provisto de escaleras como es debido. Posteriormente, creó una Fundación no lucrativa para el fomento de la Libre Proliferación de la Música, se cortó la cabellera y la donó a una subasta destinada a la recogida de fondos. Durante el resto de sus días, cantó gratuitamente en cafés y galerías de arte, negándose sistemáticamente a explotar, a cambio de dinero, el deseo de oírla cantar que pudieran experimentar otras personas.
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